Noviembre 27, 2024

La nación precaria

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zetas1El jueves pasado aparecieron en las calles de Guadalajara 26 cadáveres apilados en varias camionetas, con vestigios de tortura y muerte por sofocamiento. Un día antes, la misma escena en Culiacán cubría los titulares de los periódicos. Cuerpos anónimos, sin nombre ni rostro ni la mínima historia que les conceda un indicio de humanidad.

 


Las causas de las muertes quedarán, como en los últimos cuatro años, encerradas en la clandestinidad de ese epígrafe fantasmal y real que lleva el signo de crimen organizado. Los asesinos, también sin rostro, gozarán del consenso de ese anonimato. Nadie se ocupará de ellos ni de sus víctimas, por más que el término crimen implique la más grave de las responsabilidades para el Estado. En medio de ese grado cero de la muerte, en el que un ser queda despojado de cualquier índice de ley y memoria, transcurre la vida cotidiana del país desde el año 2007.


¿Por qué nos afectan unos muertos más que otros?, se pregunta Judith Butler en La vida precaria, un texto que ha devenido ya en un (no-obstante) clásico sobre el estado de la violencia en las sociedades contemporáneas.


La respuesta no es sencilla, porque no se trata simplemente del cuerpo del enemigo, que fue desde tiempos remotos el único desposeído de ley y afección (el presidente Obama corroboró esta condición en la ejecución reciente de Osama Bin Laden). El siglo XX inauguró una nueva muerte, que en los campos de concentración, en el Gulag, en los pequeños poblados españoles después de la Guerra Civil, en las casas de las familias iraquíes durante una década de bombardeo aéreo, homologa la condición del ser humano con la de la bestia que es sacrificada maquínicamente en los rastros de las urbes cosmopolitas.


En esos trasiegos, la vida se ha vuelto así, precaria, no sólo porque la muerte es más vulnerable, sino porque hace creer al victimario que su aura, maquínica y abstracta, le sirve como escudo de protección, como el registro de un simple axioma incodificable. La pregunta, al menos para los historiadores, es si esa nueva maquinaria política, fatal y simbólica del ocultamiento de lo humano opera realmente bajo la indiferencia que espera el nuevo asesino colectivo para acometer su labor en la nebulosa de la clandestinidad.


En estos mismos días, un anuncio espectacular (esa propaganda que pende en edificios y azoteas y que interviene la mirada por doquier) cubre las esquinas del períferico y de algunas avenidas centrales. Es la imagen de Juan Pablo II signada por un epígrafe: Los pueblos que asesinan a sus hijos están condenados a desparecer. Uno supone que lo financia alguna organización religiosa que quiere permanecer en el anonimato.


Vista desde la perspectiva de una historia que incluya el siglo XIX, la sentencia papal podría reducirse a una máxima moral. Detrás de cada nación moderna exitosa que logró sortear las pruebas de la identidad moderna, se esconden frecuentemente una o varias y terribles guerras civiles. Los casos de Francia (la propia Revolución de 1789), Estados Unidos (la Guerra de Secesión) o las innumerables contiendas militares y brutales que fijan la historia de México la desdicen en cierto modo.


Pero, en efecto, algo sucedió a partir de la Segunda Guerra Mundial, que fue el teatro de arranque del homo sacer y de la condición de la vida precaria, donde la violencia civil ha retribuido facturas severas e impresionantes, que antes habrían sido impensables. Al respecto, una historia sobre la extinción de la Unión Soviética, vista desde la perspectiva de las heridas y los agravios que dejaron los campos de la muerte de Stalin, no estaría de más. Tampoco una reflexión, por ejemplo, sobre la relación entre la sobrevivencia del falangismo (otra estación de la vida precaria), que debe a España la memoria de más de 100 mil muertes insensatas, y la creciente inviabilidad del Estado español, al menos vista desde el horizonte de los poderes autonómicos. Pero toda analogía histórica es irremediablemente arbitraria y, por ello, falible.


En cambio, cabría reflexionar si las más de 60 mil muertes (según la cifras oficiales), que incluyen el asesinato de 4 mil niños, segun la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que siembran ya el pasado reciente de México, no han llegado a afectar el tejido social a tal grado que la noción misma de un sentido nacional, al menos tal y como lo conocíamos hasta la fecha, se presta a serios cuestionamientos.


Cuando la vida es precaria la pertenencia a la comunidad que la ha vuelto vulnerable también puede convertirse en un lazo precario.Tal vez es cuando suceden los más severos desgarramientos nacionales. Afirmar que México podría volverse inviable es simple y llanamente absurdo. La densidad nacional de sus lazos subalternos asegura que esto no suceda. Pero constatar que en México la vida se ha hecho inviable es una exigencia de mínima sensatez. Y cuando la vida se torna precaria, entonces el Estado se enfila a severas rupturas

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