El futuro presidente de gobierno en España, Mariano Rajoy, es una persona singular. Vilipendiado en su partido, con detractores en su dirección nacional y cuyo nivel de aceptación por los españoles no llega al aprobado, se alza con el triunfo y la mayoría absoluta.
Sin haber hecho nada para merecerlo, será el nuevo inquilino de La Moncloa. Los votantes del PSOE le dieron la espalda a su candidato. Rubalcaba no fue capaz de convencer a los defraudados y el casi millón y medio de sus votantes se quedaron en casa, aumentando en cinco puntos el índice de abstención. El resto de votos que se le escapan ha ido a parar mayoritariamente a la izquierda. No hay novedades, los resultados eran previsibles y la mayoría absoluta también.
El Partido Popular, según datos preliminares, obtiene un 43 por ciento y el PSOE un 30 por ciento. La horquilla de diputados del PP, salvo imprevistos, estará entre 187 y 189 asientos; la mayoría absoluta se obtiene con 176 parlamentarios. Aunque no podrá superar los 202 diputados del PSOE obtenidos por Felipe González en 1982. Salvo en el País Vasco, donde la izquierda abertzale, Amaiur, logra el mejor resultado de su historia política, obteniendo, si las encuestas se confirman, un grupo parlamentario 5 o 6 diputados e igualando al PNV, en el resto del Estado todo sigue igual. La sorpresa está en la recuperación de Izquierda Unida, que pasa de dos diputados a obtener entre siete y nueve. Además, la dispersión del voto del PSOE abre el parlamento a grupos minoritarios, hasta un total de 13, el más elevado desde las elecciones de 1977.
Pero lo destacable no es la derrota del PSOE, por mucho que los analistas se centren en hablar de batacazo, fracaso histórico, dicho aspecto anecdótico, el péndulo. Lo realmente destacable es que el Partido Popular controlará el Parlamento, la mayoría de las comunidades autónomas, y los ayuntamientos de las ciudades capitales más importantes. La oposición será testimonial y ello también compromete de forma colateral al movimiento ciudadano 15-M. Su futuro estará en la capacidad de aglutinar la resistencia ciudadana en tiempos de sequía democrática y su poder para reinventarse y no perder el rumbo.
El Partido Popular gana un partido sin jugarlo. La derecha española, la de siempre, vuelve a recuperar un bastión del poder formal, el gobierno central; el real nunca lo perdió. Empresarios, banqueros y el capital trasnacional celebran este triunfo, lo deseaban con ahínco, sentían que el Partido Popular fue desplazado por una maniobra conspirativa en 2004, los atentados de Atocha y trenes de cercanías. Ahora respiran con tranquilidad. Los mercados, también. Ellos aportaron su granito de arena para que Rajoy obtuviese un triunfo holgado. Los últimos días de la campaña presionaron haciendo subir la prima de riesgo y deuda de 370 puntos a casi 500, hundiendo más al PSOE. Nada podía ir peor para España y la solución era votar por el PP.
Con este panorama, Rajoy se destapó, sentenciando cuál era su propuesta para salir de la crisis. Poco ha dicho del papel de España en Europa y su manera de encarar las transformaciones del sistema productivo, menos aún abordó el problema de los recortes y la privatizaciones. En su campaña electoral se ha limitado a pedir confianza en su persona, diciendo que está capacitado para sacarnos del hoyo donde nos metió Zapatero. Convencido de su poder de convicción, dice tener carácter, valor, entereza y espíritu de sacrificio. Nos augura tiempos difíciles y por ello se encomienda a Dios y como colofón de su proyecto alude al orgullo de ser español como el factótum de su programa. En otras palabras mucho, mucho patriotismo. Con estos enseres llena la maleta y emprende el viaje de presidente de gobierno. Según su ideario, no requiere de más equipaje.
Este fundamentalismo augura pocos parabienes. Los problemas de empleo, educación, salud y vivienda acabarán encomendándose a la divina providencia. La Iglesia católica tendrá una primavera dulce. Sus templos se llenarán de gentes rezando y pidiendo la salida de la crisis. El resultado es desesperanzador. Los españoles han votado por defecto. La salida ha sido darle el bastón de mando a Rajoy, aprendiz de brujo. Con ella en la mano será un peligro. Eliminará programas sociales, aligerará el despido de los trabajadores y continuará con los recortes que inició su antecesor Zapatero. Lo único que sabemos es poco alentador; se opone a dar continuidad a la ley de dependencia, una de las joyas de la corona. Así, un millón de personas serán dejadas al pairo y perderán la ayuda asistencial que se brindaba para el cuidado de enfermos crónicos, disminuidos físicos y síquicos. Con ello también se verán afectadas 300 mil personas cuyo trabajo era asistir a los enfermos en sus domicilios. Seguramente, si esto es lo poco que anuncia, es muy probable que veamos aparecer el copago en sanidad. Y quienes se resistan obtendrán a cambio la única moneda posible, la represión. Apelando a la furia española, al patriotismo, la fe en Dios y el garrote, el nacionalismo españolista está de regreso.
Corren malos tiempos para la democracia, aunque sea la representativa, cuyo estado de salud ya era precario. Franco tenía razón, dejó todo atado y bien atado. En el patriotismo está la solución a la crisis. ¡¡Arriba España, Una, Grande y Libre!!