El accidente aéreo ocurrido en el Archipiélago Juan Fernández, el pasado dos de septiembre, y que costó la vida de 21 personas, demostró una vez más la inescrupulosidad de la televisión cuando se trata de conseguir rating gracias a una tragedia.
Esto se acrecentó al contarse entre las víctimas un popular animador de televisión, al que sus compañeros de TVN han llorado una y otra vez en pantalla, como si el dolor fuera una puesta en escena más. No digo que sea ilegítimo expresar el dolor debido a una pérdida tan lamentable, o que sea un dolor fingido, pero manifestar algo tan íntimo –aunque el fallecido sea una persona pública-, de manera reiterativa y cebolleramente, sin pudor alguno, durante prácticamente toda la programación diaria, es patético. Pero así funciona la televisión, mientras más rating más vende sus espacios para publicidad, que es lo único que importa: vender para que la banca, supermercados, inmobiliarias y las grandes tiendas comerciales también vendan. Para ello utilizan a sus llamados “rostros” o “famosos”, que son en general actores, animadores, panelistas de programas de televisión faranduleros y algunos periodistas famosillos. Todos ellos reciben millonarios sueldos por convencer (léase engatusar) a la gente para que compren (léase endeudarse) lo que sea, aunque aquello signifique, a la larga, la ruina económica de los compradores. La gente, al endeudarse, se empobrece cada vez más y los actores-animadores-panelistas-periodistasfamosillos, etcétera, a costa de esta gente que se empobrece, pueden pagar sus viajes a Europa, su años sabáticos de los que hacen alarde, sus vicios y demases.
Los telespectadores sacrifican hasta su misma tontera para adquirir libros, videos, discos y revistas que viven de la estupidez de las personas. Al público poco le interesa el dinero que tengan que gastar para satisfacer sus aspiraciones de sentirse parte de un status superior. No tienen noción que son ellos los que pagan los millonarios sueldos de sus ídolos televisivos. Por otro lado, la arrogancia y vanidad de los “artistas” y animadores de la televisión es de una magnitud sólo comparable con la idiotez de los telespectadores. Y si existe algo en común entre ellos es el afán desmedido por la imitación y adulación de las figuras de la farándula internacional.
La capacidad de los programas de televisión, para moldear los gustos y tendencias de los televidentes, resulta arrolladora. Esta acción se realiza -principalmente- a través del contenido de los programas matinales, teleseries y programación estelar. La característica principal de estos espacios son la exaltación zalamera de los artistas extranjeros y su vida privada. A ellos se ha sumado, en los últimos años, un grupo muy definido de “artistas” nacionales junto a deportistas destacados, sobre todo futbolistas. Los logros o desaciertos de esta fauna se ponen en escena como si fuesen los sucesos más importantes del país. En estos espacios se muestra a la tele audiencia, por ejemplo, cómo cocinar variadas exquisiteces gastronómicas que luego son degustadas por los invitados. Luego, para relajarse de tanta abundancia alimenticia, vienen algunos pasos de bailes tropicales enseñados por musculosos bailarines y las animadoras de ocasión. No faltan los horóscopos, la celebración de algún cumpleaños o la visita de algún “famoso”, que narra emocionado como pasará su luna de miel en un paradisíaco lugar. Los espectadores, frente al televisor, se emocionan y vierten más de alguna lágrima, los más compenetrados con estos programas se sienten dichosos de poder compartir, por un momento, las emociones de sus ídolos, de ser sus confidentes.
Cuando de conversar se trata, invitan a tipos superficiales y chicas con hermosos traseros, voluminosos pechos y escaso cerebro, más algún personaje de nuestra cultura popular para hacer escarnio de él. En rarísimas ocasiones podemos ver que la televisión dé espacio a algún intelectual o artista que razone más allá de la mediocridad temática que se transmite. Al ser este medio la principal herramienta de dominación de la conciencia colectiva, en favor de quienes ejercen el poder político y económico en Chile, no permite la entrada a sus dominios de nadie que pueda aportar un poco de inteligencia y sabiduría.