En 1925, cuando se separó la iglesia del Estado, el arzobispo de Santiago afirmó que “el Estado abandonaba la iglesia, pero ésta jamás lo haría respecto al Estado”. Esta idea de la autoridad eclesiástica se ha cumplido a cabalidad: la iglesia católica ha intervenido en todos los asuntos políticos, presionando a los parlamentarios y al gobierno para lograr el voto a favor de sus postulados religiosos.
Durante decenios fue imposible aprobar el divorcio con disolución de vínculo – algo similar ocurría con los métodos anticonceptivos, sin embargo, fue un presidente católico, Eduardo Frei Montalva, quien los aplicó- y, en la actualidad es casi imposible aprobar la eutanasia, el aborto terapéutico, el matrimonio homosexual e, incluso, son bastante intransigentes frente a las uniones de hecho, tanto homosexuales, como heterosexuales.
Durante siglos la iglesia católica negó la validez del matrimonio civil – se daba el caso, en muchas provincias, una especie de bigamia “por la gracia de Dios”; un hombre podía casarse con una mujer por la iglesia y, con otra por el civil -.
La oposición de los conservadores – los hay tanto en
Estos católicos siguen al pie de la letra el Antiguo testamento y están convencidos de que los homosexuales son habitantes de Sodoma y Gomorra; como han tenido que aceptar que han pasado siglos de este relato mítico, hoy permiten, al menos, que las uniones de hecho puedan ser registradas por n notario, ni siquiera por un funcionario de Registro Civil.
Los más sinceros de entre ellos sostienen que la homosexualidad es una enfermedad tratado y, en el mejor de los casos, tolerada, pero jamás podrán acceder al matrimonio, una institución cuyo fin es la procreación y, además, un vínculo sagrado y para toda la vida, entre un hombre y una mujer.
Personalmente, basándome en la igualdad ante la ley, soy partidario de que el matrimonio sea una institución a la cual acceder todos los seres humanos, sin consideración a su opción sexual; debiera borrarse del Código Civil la frase de “unión entre un hombre y una mujer”, dejándola entre dos personas naturales, bajo el consentimiento mutuo.
El concepto conservador que se aplica a la vida cotidiana tiene profundas implicancias políticas: el Estado chileno, además de ser una monarquía casi absoluta, se le agrega su carácter teologal, es decir, las concepciones y dogmas de la iglesia católica influyen decisivamente en las políticas fiscales – en el fondo, el Estado chileno no es laico, sino religioso.
En este contexto, las declaraciones del presidente de la república, que transmite “para la ciudad y el mundo que el matrimonio es entre un hombre y una mujer” – equivale al descubrimiento del huevo de Colón – expresan muy bien esta monarquía teológica de derecho divino, que aún subsiste en Chile, para la satisfacción de los viejos conservadores.
Es cierto que los parlamentarios no juran hoy hincados ante
Soy partidario de ir mucho más lejos que el Acuerdo de Vida en Común: se hace necesario legislar sobre el matrimonio homosexual y que, por lógico, estas parejas puedan adoptar hijos. Por lo demás, las parejas homosexuales podrían ser más cariñosas, auténticas y responsables en el tratamiento de sus hijos. Los Noticieros televisivos está llenos informaciones sobre parricidios, maltrato infantil y pedofilia, levada a cabo por parejas heterosexuales.
Un sector reaccionario de la iglesia católica está impedido de dar lecciones de moral: baste sólo recordar al Padre Marcial Maciel, de los Legionarios de Cristo, y de Fernando Karadima, el párroco de El Bosque, para exigir un poco más de humildad y que abandonen su rol de gran inquisidor de las costumbres de los laicos.
Rafael Luis Gumucio Rivas
27 08 2011