Un cuarto de millón de israelíes volvieron hoy a tomar las calles de varias ciudades, con especial relevancia en Tel Aviv, donde el desmesurado precio de la vivienda fue la chispa que desató una protesta nada habitual en Israel. Profesores, trabajadores sociales, médicos y madres solteras. Todos forman parte de un abanico social que se ha levantado contra un Gobierno que, dicen, hace mucho que dejó de escucharles.
“Es nuestro propio mayo del 68 y no pararemos hasta que nos escuchen”, comentaba hoy Itai Rouner, un joven escritor israelí mientras avanzaba, pancarta en mano, hacia la calle Kaplan, epicentro de la concentración de ayer en Tel Aviv. “La gente pide justicia social”, se escucha por todas partes. “Hasta la victoria” o “Bibi, quita tu mano de mi culo” (en alusión al primer ministro, Benjamin Netanyahu) son algunos de los mensajes escritos en las pancartas.
La calle bulle de gente venida de todas partes, de algarabía, de espíritu solidario, en un país donde el conflicto israelo-palestino y la cuestión de la seguridad nacional han sedado durante años una conciencia social siempre preocupada por las amenazas llegadas del exterior, pero olvidadiza de las internas. Mientras, los helicópteros sobrevuelan la ciudad
“Amenazábamos con volver y lo hemos hecho”, dice Tali Klagesbrun, activista y profesora de 30 años que lleva 15 días instalada en el campamento de indignados del Parque de la Independencia de Jerusalén. La llama que prendía la mecha esta semana era la aprobación el martes en el Parlamento de la Ley de los Comités Nacionales de Vivienda, solución ideada por el Gobierno de Netanyahu para atajar la crisis de la vivienda, agilizando los permisos de construcción que normalmente tardan años en concederse. “Lo que van a hacer será construir más áticos y chales para los ricos, pero no pisos que podamos comprar o alquilar”, explica. Asegura que con su sueldo de 4.500 shekels al mes (unos 900 euros) no le cuadran las cuentas: alquilar una vivienda en un barrio modesto de la ciudad cuesta unos 3.000 shekels (600 euros).
Por eso, su colectivo ha tomado las calles de ciudades como Tel Aviv y Jerusalén (30.000 manifestantes) con lemas como “No más privatización, sí a una educación para todos”. Klagesbrun lo explica así: “Estamos mal pagados, desilusionados, hay 40 niños por clase, es imposible dar una atención apropiada”. A su lado, Amon Tsuri, taxista sefardí desempleado, señala el denominador común del huracán reivindicativo que ya ha succionado a trabajadores sociales, médicos, madres solteras o profesores, que el jueves cortaban varias arterias principales de Tel Aviv: “El aumento del coste de la vida, de la gasolina, el descontento con el Gobierno, la precariedad laboral”, apunta.
El abanico social israelí se reproduce como un microcosmos bajo esta carpa improvisada, donde muchos se autoproclaman de izquierdas, aunque las protestas sean oficialmente apolíticas, según se repite insistentemente en las asambleas. Aparece un joven ultraortodoxo que asegura estar allí para unirse a una protesta que considera justa. “Los precios suben, pero los salarios no”, comenta. No le falta razón, en los últimos seis años el alquiler de una vivienda ha subido hasta un 250% en Tel Aviv, frente al 1% en el incremento de los salarios. Sin embargo, para muchos laicos, la presión que ejercen los ultraortodoxos es un problema básico, junto al oligopolio empresarial en manos de una decena de familias multimillonarias. “Los ricos son cada vez más ricos y vosotros no trabajáis, ya pagamos nosotros por ello”, le espeta Tsuri al ultraortodoxo, mientras otro espontáneo pone paz: “No discutáis, lo que quieren es dividirnos”.
En la cuestión de la tierra aparecen, cómo no, los colonos, que también se acercaron el jueves por el bulevar Rothschild (donde David Ben Gurión declaró el nacimiento de Israel en 1948), y, tras escuchar algún improperio, se marcharon pensando que los indignados “no quieren resolver los problemas, sino ver cómo cae Netanyahu”, tal y como aseguraba Yigal Dimoni, del Consejo Regional de Asentamientos.
“El Estado se gasta el 15% de su presupuesto en vivienda en construirles los asentamientos, pero ellos son solo el 4% de la población”, apunta Itai Abecasis, ingeniero civil de 32 años, en otro de los campamentos instalados en el centro de Jerusalén. Varios indignados tocan la guitarra y repasan canciones. “No queremos que caiga el Gobierno, sino que se deje de tonterías”, había escrito este judío argentino en su pancarta para la manifestación. Tonterías en las que ni por asomo figura la ocupación de los territorios palestinos, una reivindicación minoritaria y prácticamente sorda, aunque le suponga al Estado un coste anual de 500 millones de euros. “Cuando hablamos de ello surgen brechas, mejor mantenerlo aparte”, añade.
Netanyahu, que de momento evita reunirse con los líderes de las protestas, ha dicho que en seis semanas pondrá en marcha un plan que “cambiará la cara del país”. Los indignados, por su parte, ultiman un documento con todas sus demandas. “Solo cuando el pueblo esté unido vamos a triunfar”, reza uno de los folletos amarillos del campamento.