La verdad, los abusos que hemos vuelto a presenciar últimamente, de la mano esta vez de
Los encontramos en las tasas usureras de los intereses bancarios por ejemplo; en las elevadas tasas que se cobran por el crédito para estudiar en la educación superior; en las aprobaciones truchas de megaproyectos como el de Hidroaysen, y otros de similar factura que afectan el ecosistema y su equilibrio futuro; en la colusión de las farmacias y la conversión de la salud en un negocio, dejando de ser un derecho; también hay abuso cuando empresas de servicios básicos, como el agua y la luz, nos cambian los medidores, y de un mes a otro, como por arte de magia, suben las cuentas en una proporción notable; también los hay en la televisión y su forma concertada para desinformar y alienar a sus audiencias (como se dice en la jerga “técnica”); también, como no, en el uso de fuerza desmedida de parte de la policía, que financiamos todos nosotros y que tendría siempre que protegernos en primer lugar. Por nombrar solo algunos.
¿Quien da una explicación que vaya más allá de los lugares comunes? Nadie. En fin. La verdad es que el abuso de poder no es algo nuevo. Forma parte de la norma operatoria del modelo socioeconómico de orientación mercadista, desregulado y neo-liberal, de base capitalista, que se impuso en base a la fuerza y la represión por la alianza cívico-militar que gobernó Chile desde el 73 en adelante, y que no ha sido modificado sustantivamente en estos más de veinte años de transición. Es un abuso sustentado en el poder acumulado por las minorías más ricas del país, en alianza con algunos sectores políticos. Cuando la desigualdad tiene los niveles que muestra acá, entonces el abuso se instala como una suerte de segunda piel en las relaciones sociales, económicas, políticas.
El abuso como norma es expresión de una democracia cooptada y maniatada por un poder económico-financiero (nacional y trasnacional) minoritario, que determina no solo la producción y el comercio del país, sino que también, al mismo tiempo, se apropia de colegios, universidades, radios y televisión, transportes, clubes de fútbol, etc. Es decir, de cualquier actividad en la cual se vea una “oportunidad” de negocio, o, más claramente, un interesante lucro a obtener. Cuando existe tanta concentración de poder (económico, financiero, mediático, comunicacional y político) en tan pocas manos, la corrupción pasa a ser el signo distintivo de su abuso, y su eticidad queda reducida a la mantención de contratos o al mero beneficio. Corrupción hoy en día no es solamente robar algo que no es de uno; tampoco sobornar a un funcionario x para desviar propuestas o recursos. En efecto, esas son manifestaciones de que algo no anda bien en algunas instituciones. Pero en el capitalismo financiero y desregulado que coopta la expresión de la cosa pública y la subordina, la corrupción y el abuso corre por todas sus venas, y no depende –lamentablemente- de la buena o mala voluntad de tales o cuales personas. El vicio se instala como norma de un modelo que funciona en base a los intereses privado-particulares o de facciones de poder.
Una comunidad de ciudadanos, como la nuestra, que ha sido publicitaria y machaconamente re-educada en función del hacerse rico, poderoso, famoso, rostro o estrella, – puestos como el único fin válido de la existencia- , sin reparar en los medios para ello; que ha sido educada al mismo tiempo en el desprestigio permanente de lo público, esa comunidad, claro está, no podrá ser autora de buenas y adecuadas leyes públicas orientadas en función de algún ideario de bien común. Y cuando eso sucede entonces lo de “Chile es una república democrática” (artículo 4to), inscrito en la Constitución Política “parchada” que nos rige, se vuelve mero enunciado de papel, algo vacío de significado. Cuando el poder, el tener y el saber están demasiado concentrados, se facilita el tránsito a una república del abuso y de la corrupción cotidianos, sea a nivel interpersonal, o en el de las instituciones. En una república así, buena parte de las leyes que se aprueben y rijan entonces, serán aquellas que de un modo u otro expresen los intereses particulares de los grupos organizados más poderosos e influyentes. Y cuando eso sucede, pasa que el sujeto-ciudadano estará constantemente amenazado por poderes despóticos que no controla y que le impiden una vida plena.
Una republica de este tipo – como la nuestra-, en que sus leyes no se orientan hacia el bien público o el interés general, no podrá ser pues una república feliz: al abuso y la corrupción, sumará el malestar ciudadano y una violencia latente. Bien lo había visto un Montesquieu cuando sostenía que en una república democrática “cada cual debe gozar de la misma felicidad y de las mismas ventajas, disfrutar de las mismos placeres y tener las mismas esperanzas”. Pero, para eso, hay que promover un amor a la república – nos dice- entendido como “amor a la igualdad”. La promoción de ese amor tendría que ser una de las tareas permanentes del conjunto de la educación del ciudadano. Sin embargo, todo indica que andamos bien lejos de este ideal…
*El autor es director del Magister en Ética social y Desarrollo humano y profesor en el Departamento de Ciencia Política y RRII, de la Universidad Alberto Hurtado.