Súbitamente la expresión “Universidad de Chile” llega por obra de los medios de comunicación con dos connotaciones claramente distintas: la “U” celebrando en gloria un nuevo título de fútbol profesional y la otra, la universidad propiamente tal con sus estudiantes movilizados, formando profesionales y tratando de cumplir sus otras funciones en un ambiente muy lejos de la gloria de su homónima pelotera.
Medio en broma hasta hace unos años se decía que la Universidad de Chile era la universidad que pertenecía a un equipo de fútbol, en tanto que la Universidad Católica pertenecía a un canal de televisión. Se quería significar así la importancia, por lo menos en la percepción popular, de aquellas entidades no esencialmente universitarias respecto de sus casas matrices en las cuales en algún momento se habían originado pero que con el tiempo habían llegado a opacar. Con la declinación de la sintonía de Canal 13 y su reciente venta al grupo Luksic la asociación de la UC como mera extensión de aquel medio de comunicación ahora deberá quedar atrás. La Universidad de Chile sin embargo no tendrá igual suerte: en el imaginario chileno la Casa de Bello es más conocida por las hazañas en la cancha de los jugadores de su equipo homónimo que por sus logros académicos o investigativos, y ciertamente, el entrenador del equipo de fútbol gana mucho más dinero que cualquiera de los profesores o investigadores universitarios.
En entera justicia las comparaciones recién hechas no son realmente relevantes, por lo simple razón que el equipo de fútbol hoy en día no tiene nada en común con la institución universitaria, desde la transformación de estos clubes en sociedades anónimas estos se han convertido en corporaciones privadas, el hecho que el equipo lleve el mismo nombre que la universidad más antigua del país no establece mayor relación entre ellos, no más que la relación que pueda existir entre esa universidad y la estación de metro que se llama “Universidad de Chile”.
Aunque el fútbol es algo que ahora no me produce mayor entusiasmo y la verdad es que sólo lo seguí de manera muy tangencial en mis años infantiles, recuerdo que hasta los años 70 la “U” (por tal me refiero al club de fútbol) no era tan popular como lo es hoy. Popular en este caso lo uso como sinónimo de tener una hinchada masiva. Populares eran clubes como Colo Colo por supuesto, el equipo del pueblo por antonomasia, el Magallanes, la “vieja academia” y los clubes regionales por el seguimiento en sus respectivas ciudades: Wanderers, Rangers, La Serena. Las universidades tenían sus seguidores fundamentalmente entre su estudiantado, sus egresados y sus académicos, originalmente los clásicos universitarios atraían gran público porque el partido era precedido por espectáculos de masas organizados por sus respectivas barras (nada que ver con las “barras bravas” de hoy que el único espectáculo que dan es el de la violencia al mejor estilo de los hooligans de Inglaterra) que generalmente culminaban con coloridos despliegues de fuegos artificiales. Nombres como Germán Becker (en la UC) y Rodolfo Soto (en la U) se hicieron figuras conocidas por esas muestras de ingenio y genuina creatividad artística que se desplegaban sobre la cancha del Estadio Nacional.
En el caso de la U, sus estudiantes (en ese tiempo) éramos socios obligados o por derecho propio y parte del pago de matrícula iba al club deportivo, que por lo demás era un genuino club con una variedad de ramas y no el mero equipo de fútbol que es hoy. La vinculación al medio académico y estudiantil estaba dada por la interacción que se daba entre el club y ese medio, por años el presidente de la “U” fue quien fuera director de la Escuela de Derecho, Eugenio Velasco, y en el Pedagógico académicos como el secretario de la facultad Eduardo Vilches, se iban temprano si había un partido de la “U”, según nos dice en un poema el entonces académico en la famosa facultad de Macul, Enrique Sandoval, ex colega de exilio en Montreal.
Por cierto una hinchada muy diferente a la de la barra brava del chuncho de hoy, formada en su mayoría por elementos lumpen que por lo demás jamás han asistido a la universidad. Esto es algo paradójico porque no se puede explicar en qué momento o por qué súbitamente se produce esa identificación de esos sectores sociales, por definición marginales, con un equipo que a su vez lleva el nombre de una entidad por completo ajena a ellos, más aun, una entidad cuyos principales exponentes, los académicos, serían normalmente descartados como elitistas por ese mismo lumpen, que si los tuvieran codo a codo en un estadio los recibirían con abierta hostilidad y probablemente lo único que pensarían, si los tuvieran cerca, sería en cómo robarles la billetera…
Mientras todo parece triunfal en la “U” (el equipo de fútbol), las cosas distan de ser gloriosas en la Universidad de Chile (el ente académico). La dictadura quiso darle una lección a días del golpe de estado, al destituir al rector de ese tiempo (el demócratacristiano Edgardo Boeninger) y designar en su lugar al general de aviación retirado, César Ruiz Danyau. Por cierto lo mismo se hizo en todas las otras universidades del país, incluso aquellas que no eran estatales como las católicas. Pero la dictadura pareció extremar su saña con las universidades del estado (a la Universidad Técnica del estado incluso le cambió hasta el nombre y su vocación, llamándola Universidad de Santiago), por cierto esa saña se demostró no sólo con las instituciones sino también con sus estudiantes, académicos y funcionarios, muchos de ellos detenidos, torturados y varios de ellos desaparecidos. La famosa frase “¡Muera la intelectualidad traidora! ¡Viva la muerte” (otras versiones aseguran que habría dicho “¡Muera la inteligencia!”) que había pronunciado el general español José Millán-Astray en la Universidad de Salamanca al término de la guerra civil en ese país, se veía reencarnada en el nuevo orden que se instauró en Chile, para el cual la Universidad de Chile y las universidades como habían evolucionado en general hasta ese momento, eran un obstáculo. Se desató no sólo una razzia contra gran parte del estudiantado y los académicos sino que departamentos enteros fueron simplemente desmantelados y por la vía del corte de recursos se fue ahogando el trabajo investigativo y creador.
Sin embargo al parecer, aun para los propios militares haber privatizado o terminado con las universidades estatales era demasiado, por lo que no se atrevieron a tanto, pero sí lograron disminuirlas hasta que en muchos casos pasaran a ser irrelevantes o peor aun, se asimilaran al modelo impuesto. Por otro lado la proliferación de universidades privadas si bien no logró arrebatarle a la Universidad de Chile y a otras estatales su status como “universidades de verdad” aunque estuvieran venidas a menos, sin embargo ha reducido su influencia por la simple vía de que por su crecimiento las privadas tienden a captar más estudiantes, paradojalmente además, muchos de esos estudiantes que van a las universidades privadas provienen de los sectores sociales más bajos, porque a su vez la educación municipalizada de la cual provienen, no les proporciona la preparación suficiente para conseguir puntajes más altos en la Prueba de Selección Universitaria. Y otra paradoja: el sistema impuesto ha hecho que la vieja consigna de los años 60 de “universidad para todos” se haga realidad, pero de un modo perverso, pues no se ha logrado a partir de una expansión de las universidades existentes a ese momento, o siquiera por un plan que responda a necesidades de la sociedad, sino por la ya mencionada proliferación de universidades privadas para las cuales—en general—formar profesionales es un negocio más. Que sus egresados se hallen luego con un diploma que no les sirve sino para decorar su cuarto es algo que no les concierne, y lo que es peor, tampoco parece concernir a las autoridades.
Es en este contexto que surge este nuevo movimiento estudiantil, a este momento aun en proceso de articular un pliego de demandas que incorpore y armonice tanto las exigencias inmediatas como el tema del pasaje escolar en el transporte público como aquellas demandas de alcance más estratégico como el término al lucro en la educación o incluso el fin del sistema de educación municipalizada, como exigen los estudiantes secundarios, o la obtención de un compromiso de largo plazo para el rescate de la educación universitaria pública, con la asignación de recursos que les permitan efectuar su labor que hasta 1973 se la entendió no sólo como la de formar profesionales, sino también ser centros de investigación, para beneficio de las regiones y así en última instancia contribuir al desarrollo del país en su conjunto, y ser centros de extensión insertos en las comunidades donde están ubicadas.
Queda por verse si este movimiento llegará a obtener esos objetivos o no, pero aun cuando ello no se lograra en esta oportunidad, la semilla debe quedar allí para que se retome la lucha en un contexto aun más amplio. Al fin de cuentas, si uno observa la situación de la educación en Chile, este es uno de esos temas que no puede resolverse en el marco institucional heredado de la dictadura y por lo tanto la lucha de los estudiantes y profesores hoy, se debe engranar necesariamente con una demanda más global que debe incluir el cuestionamiento al modelo neoliberal impuesto desde la dictadura y al marco institucional que lo sanciona, en otras palabras y en relación a esto último: la demanda por una nueva constitución redactada a partir de una asamblea constituyente democráticamente elegida.
¿Estoy confundiendo deseos con realidades? Puede ser, pero a lo mejor sólo por ahora, y el tiempo me dé la razón y entonces pueda decir que todo comenzó con estas movilizaciones de muchachos y muchachas de liceos y universidades. Si esas movilizaciones continúan y si se amplían a otros sectores no es impensable que se llegue a un momento de crisis que incluso fuerce al gobierno—a su pesar—a buscar una salida por medio de la redacción de una nueva constitución. Lo paradójico sería que ello se lograra bajo un (asediado, esa es la condición) gobierno de derecha.