Cada vez es más notorio que la agenda de seguridad en América Latina está siendo copada por la confrontación entre el estado de derecho, la seguridad de las personas en el diario vivir, la delincuencia y las bandas del crimen organizado esencialmente en torno al narcotráfico, el comercio de armas pequeñas, la migración ilegal y la trata de personas.
Justamente la magnitud y la preocupación frente a esta realidad, fue la que llevó a que se desarrollara una Asamblea General de la OEA los días 5 y 7 de junio bajo el rótulo de Seguridad ciudadana en las Américas, relevando la centralidad de esta problemática y la urgencia del abordaje de una agenda común con una base en el respeto de los derechos de las personas y la profundización de la democracia.
El Secretario de Seguridad Multidimensional de la OEA, Embajador Adam Blackwell, recordó que en el año 2010 más de 130.000 personas fueron asesinadas en las Américas, región en la que se cometen más de dos tercios de todos los secuestros del planeta y donde cada tres minutos ocurre un homicidio. “El crimen y la violencia matan en nuestra región a más gente que el SIDA o cualquier otra epidemia conocida, y destrozan más hogares que cualquier crisis económica que hayamos sufrido”, fue una de sus afirmaciones más esclarecedoras de la dimensión e impacto de la violencia delictual. Añadió que “la situación ha llegado a tales extremos que hoy debemos reconocer que la falta de seguridad no sólo afecta directamente a la integridad física, la tranquilidad y el patrimonio de las personas, sino que constituye también una amenaza a la estabilidad, al fortalecimiento democrático, al estado de derecho y al desarrollo de todos los países de las Américas”.
Las estadísticas nos muestran que en todos los países de la región existe la confluencia de dos procesos estructurales que impactan directamente en la dinámica delictiva organizada: por una parte la creciente tasa de urbanización de la población, con una fuerte migración a las grandes ciudades, las que no logran acoger en forma oportuna y eficaz las nuevas demandas generadas en cuanto a vivienda, infraestructura, servicios básicos, lo que ha generado grandes bolsones de miserias en las periferias urbanas, que ha acrecentado la fuerte segregación de las ciudades.
En el recientemente divulgado Informe Anual 2011 de Amnistía Internacional se dice al respecto lo siguiente: “Los residentes de zonas urbanas pobres –concretamente en ciertas parte de México, Centroamérica, Brasil y el Caribe, seguían atrapados entre la violencia de las bandas organizadas de delincuentes y los abusos contra los derechos humanos perpetrados por las fuerzas de seguridad”.
El otro proceso está dado por una creciente población joven, que siendo económica y educacionalmente activa, no encuentra los satisfactores económicos adecuados, debidos a las tasas de cesantía y trabajo precario, así como las dificultades del acceso a una educación pública de calidad y sostenida. Incluso hay datos de estudios específicos que demuestran la existencia de sectores importantes de jóvenes entre 15 y 20 años que no trabajan ni estudian, y se consolidan como grupos duros e irreductibles frente a la socialización.
Es indudable que los modelos neoliberales aplicados a ultranza y sin contrapesos en nuestros países han generado estas realidades, donde prima el individualismo, el consumismo, las fracturas de las organizaciones sociales, la pérdida de los espacios públicos, la privatización de la seguridad y la discriminación constante.
La Asamblea de la OEA fue enfática para comprometerse en profundizar la cooperación para un desarrollo integral que enfrente con urgencia la pobreza extrema, la inequidad y la exclusión social. De aquí que las políticas de seguridad pública deben primeramente fomentar medidas para el tratamiento de las causas que generan la delincuencia, la violencia y la inseguridad.
Frente a esta realidad, nos encontramos que la respuesta del Estado tiende muy fácilmente a militarizar las políticas públicas que tienen un énfasis en la represión y el control ciudadano, en vez de la prevención y la participación social local.
Bajo este paradigma es que el accionar de las fuerzas policiales y las militares encargadas de la seguridad pública también han sido susceptibles de caer en la espiral de violencia y violación de los derechos humanos de los ciudadanos, actuando al margen de la ley encarnando actitudes hostiles, agresivas, discriminatorias, aplicaciones de torturas y en varios casos asesinatos extrajudiciales.
Amnistía Internacional ha insistido en que las medidas tomadas por algunos gobiernos de la región en torno a militarizar la lucha contra la delincuencia organizada, especialmente los casos de México, Jamaica y Brasil, más algunos países de Centroamérica, se han constituido también en parte del problema, lo que se suma a un ineficiente y corrupto sistema judicial.
Dentro del marco crítico, también asoma la política cortoplacista de empleo de las fuerzas armadas en el control y represión de la delincuencia y crimen organizado, así como el énfasis en la promoción de la “seguridad privada” que aparentemente otorgan empresas especializadas y que en algunos países no solo escapan a controles políticos y jurídicos, sino que también suelen ser más numerosas y mejor rentadas que las mismas fuerzas policiales, generando una competencia desigual con las estructuras institucionales del Estado.
En esta dirección, aparece como una conclusión consensuada el esfuerzo en trabajar por un control territorial más preventivo que correctivo, para tratar de erradicar el problema antes de que se vuelva incontrolable. Y por lo tanto son las estructuras locales, municipales y estatales, junto a los actores sociales en esas mismas escalas las que deben garantizar en primera instancia el control territorial.
El papel del Estado sigue siendo fundamental para el fomento de estas políticas, tal cual fue reiterado en la Asamblea al señalar que “… fortalecer la capacidad del Estado para fomentar políticas de seguridad pública de largo plazo, integrales, con una perspectiva de género, teniendo presente las necesidades de los grupos en situación de vulnerabilidad, incluyendo la promoción y protección de los derechos humanos y adecuando, cuando sea necesario, los respectivos marcos jurídicos, estructuras, programas, procedimientos operativos y mecanismos de gestión”.
La Asamblea de la OEA culminó con la Declaración de San Salvador, en que se reiteran estos conceptos fundamentales, y convocan para que el conjunto de países impulsen trabajo cooperativo en todos los niveles, desde los bilaterales hasta los internacionales, asumiendo en muchos casos el carácter transnacional del crimen organizado.
Simultáneamente es prioritario asumir para el conjunto de los agentes estatales involucrados, que los métodos democráticos y apegados al respeto de los derechos de las personas no son una opción, sino el camino ineludible para que la defensa de la democracia sea en sí misma un fortalecimiento de ésta.
Carlos Gutiérrez P.
Director
Centro de Estudios Estratégicos