¿Qué militante de la izquierda, en sus años juveniles (ahora uno ya no se está para esos trotes) no salió alguna vez a la calle, protestando por algo? Las imágenes de la reciente ola de manifestaciones en Chile llegan a la distancia con una mezcla de emociones, pero también invitando a una seria reflexión.
Viviendo en un país del Primer Mundo como Canadá en principio no es sorprendente que una causa primeramente ambiental despierte gran revuelo, aquí este tema está siempre muy presente, en estos mismos momentos en la provincia de Quebec la movilización ciudadana ha puesto un alto a las exploraciones de gas natural en formaciones rocosas que eventualmente pondrían en peligro reservas acuíferas aparte de otros posibles daños ecológicos; ambientalistas en la provincia de Alberta, al oeste, han dado grandes batallas para frenar los efectos dañinos que la extracción de petróleo a partir de las arenas bituminosas tiene para la región. La movilización en Chile, por su envergadura y extensión no deja de ser sorprendente, claro está, algo de tal impacto como el megaproyecto HidroAysén tiene plenamente justificado el revuelo causado. En cierto modo cuando en Chile se haga un recuento histórico del desarrollo de la conciencia ambientalista, HidroAysén se verá como un antes y un después. Y hay que admitir que el tema logró un grado de movilización popular como no lo habían logrado otros temas tan acuciantes como el estado de la salud pública o el de la propia desigualdad en los ingresos. Quizás un interesante mensaje a las organizaciones sociales y políticas de la izquierda que no han podido lograr tal grado de movilización en esos otros importantes temas. Por cierto no trato aquí de minimizar el rol de los sectores de izquierda y progresistas en general en la movilización en contra del megaproyecto patagónico, sólo hago notar que la defensa del medio ambiente es un tema transversal (en los hechos un senador de derecha ha tenido un destacado rol opositor a HidroAysén) por lo que—con todo lo importante que es—no es necesariamente una medida de la fortaleza o la capacidad de movilización de la izquierda como fuerza política en búsqueda de sus objetivos más específicos.
Lo que sí se ha podido observar en esta movilización, así como en otras anteriores, pero que en esta se ha notado más por su masividad, ha sido el creciente grado de violencia presente en ellas. Naturalmente no quiero que se me vaya a interpretar mal, si por violencia se entiende ciertos entreveros y encuentros con la policía, estos siempre o casi siempre los ha habido, aun cuando las marchas comenzaran o se desarrollaran en su mayor parte de modo pacífico. No entro aquí a referirme a las manifestaciones que tenían lugar bajo la dictadura (que yo mismo no presencié ni participé por vivir fuera de Chile) y que por cierto se daban en un marco de completa irregularidad institucional y habitualmente con una pesada y provocativa presencia policial y muchas veces militar también. Me refiero en cambio a las manifestaciones tenidas en el marco de la institucionalidad democrática, tanto la existente antes del golpe de 1973 como después de 1990 (sin entrar al debate menudo de si la que rige en Chile es una “verdadera” democracia o no, lo cierto es que no es la situación existente en dictadura).
En este marco que llamaremos democrático (al margen de las reservas que nos pueda merecer) las manifestaciones públicas especialmente las de protesta, son un elemento consustancial del sistema: la libertad de reunión. Una de las tantas libertades que se desglosan de los cuatro principios inalienables que estipulaba John Locke en el siglo 17: “derecho a la vida, derecho a la libertad, derecho a la propiedad y derecho a rebelarse contra leyes y gobernantes injustos”. Estos principios serían luego la base de los preceptos del pensamiento liberal en los siglos 18 y 19.
“Manifestaciones, las de antes, esas sí…” me dicen cuando visito Chile algunos nostálgicos de esos tiempos en que poníamos barricadas frente al Pedagógico en Macul (¡eh! Los estudiantes de hoy también lo hacen). Cierto es que también había violencia y principalmente de la fuerza policial, eso hay que aclarar, y en eso no se ha cambiado mayormente. Sin embargo hay algunas diferencias.
Por cierto los medios de comunicación, empezando por la propia señal internacional de TVN que vemos aquí, han mostrado hasta el cansancio la imagen del suboficial de Carabineros que fue golpeado salvajemente la noche de la mayor manifestación contra HidroAysén. Días antes una muchacha estudiante de la Universidad de Concepción había sido también seriamente herida en uno de sus ojos por lo que sería esquirlas de una bomba lacrimógena lanzada a poca distancia de la víctima. El caso, si bien tuvo cobertura, ciertamente no tuvo el mismo tono condenatorio que se ha usado en el caso del carabinero herido, y que yo sepa la muchacha no recibió visita presidencial.
Antes de proseguir habría que hacer un alto y preguntarse por qué se hace una manifestación. Como su nombre lo indica se trata de expresar algo, normalmente un estado de preocupación y de descontento (por cierto también hay manifestaciones celebratorias o de otra índole pero ellas tienen otro carácter). Como señalaba anteriormente, el manifestar en la calle se inscribe en los preceptos mismos de las libertades públicas tal como la enunciaron no los revolucionarios socialistas o anarquistas de los siglos 19 y 20, sino al menos un siglo y medio antes los pensadores que nos legaron la tradición liberal, que mal que mal en sus comienzos tuvo una connotación revolucionaria.
¿Cuál es el propósito de una manifestación? A primera vista la respuesta puede ser obvia, pero quizás sea bueno aclararla: la gente sale a manifestar para dar a conocer un determinado modo de pensar, una opinión, una preocupación, un descontento, una protesta, su indignación, etc. En otras palabras, la manifestación es fundamentalmente un medio de comunicación. En tal sentido el objetivo principal de una manifestación es dar a conocer algo, por una parte—generalmente a las autoridades pertinentes—pero aun más importante, al público, según de lo que se trate, puede ser sólo a segmentos del público, aunque generalmente el objetivo es dar a conocer el punto de la manifestación al público en general. Siendo así, es evidente que una manifestación es exitosa si logra hacer llegar su mensaje a una gran cantidad de gente, en general lo masivo de la manifestación es desde ya un factor que contribuye a pasar el mensaje, “si tanta gente ha participado en esto es porque es importante” podrá ser el raciocinio del público espectador, pero eso no es el único factor, a veces una pequeña manifestación puede tener gran impacto si sucede en un lugar específico (por ejemplo, los mapuches en la Catedral) o si ese pequeño grupo logra encarar a algún ministro u otro personaje importante. Cualquiera sea el factor determinante, lo importante es que la manifestación sea exitosa primero en ser escuchada por la gente y eventualmente, en que ese público se sienta inclinado a estar de acuerdo y por último a sumarse a la causa objeto de la manifestación.
Todo esto es muy obvio, como alguien advertirá, por lo que entonces uno podría preguntarse qué es lo que podría afectar esa eficacia comunicadora que se busca en una manifestación. Al calor de los últimos hechos no cabe duda que los actos de violencia son un factor que afecta negativamente los resultados de la movilización.
Pero un momento, me dirá alguien y posiblemente me replicará: “¿No era Ud. mismo quien unos párrafos más arriba hablaba de las barricadas y de la violencia latente o real que se daba allá por los años 60?” Efectivamente, pero esas eran otras circunstancias políticas. Muchos en la izquierda entonces—errados o no, ese es otro tema—consideran o considerábamos el marco político y social de ese período como situado al borde de un abismo que tarde o temprano llevaría a una confrontación que tendría la violencia como uno de sus elementos centrales. Claro está, en ese tiempo veíamos con un tono triunfalista nuestra “violencia revolucionaria” que vendría en respuesta a la “violencia reaccionaria”. La violencia que entonces se deslizaba en las protestas estudiantiles o de otros sectores sociales no era sino una suerte de sinopsis de lo que se veía venir. Más aun, de algún modo ese tono violento que a veces se introducía tanto en el discurso como en la acción “en la calle” cumplía una función de educación política hacia la propia militancia y el pueblo en general: había que prepararse para la creciente violencia del enemigo de clase.
Por cierto ni en la más florida de las imaginaciones de entonces se visualizó que la verdaderamente brutal, irracional y salvaje violencia vendría de los enemigos de la izquierda y que esa violencia se desataría tan destructivamente que prácticamente arrasaría con una buena cantidad de los mejores combatientes de la izquierda de entonces, en tanto que a muchos que lograron salvarse les infundiría tan traumático terror que estarían dispuestos a aceptar cualquier alivio a esa pesadilla aunque al final estuviera lejos de las aspiraciones y programas que alguna vez la izquierda había delineado. Pero así no más fue.
¿Y entonces la violencia de hoy? De nuevo reitero que gran parte de ese lenguaje que ha revivido viejas expresiones acuñadas por el periodismo mercurial de los años 60 y 70 como “violentista” por ejemplo, es simple manipulación mediática que por otra parte ignora o minimiza la violencia policial, para no decir nada de la violencia institucional que constituye la pobreza, el desempleo y la desigualdad de ingresos. Sin embargo tampoco intento eludir el bulto del tema de la violencia que se ejercería desde nuestro lado.
Como ya indicaba, en el actual contexto chileno, muy lejos de las condiciones que algunos consideraban “pre-revolucionarias” de los años 60 en América Latina, los estallidos de violencia en las manifestaciones evidentemente no ayudan a hacer pasar el mensaje, sea el caso de HidroAysén u otros que puedan desencadenarse en el futuro. Naturalmente si no ayudan a las fuerzas de la izquierda o sus aliados, es porque favorecen a la derecha.
Lo que a uno lo lleva a formularse la cuestión en esta forma de cuestionario por opciones múltiples: La violencia originada en sectores de los manifestantes (caso del carabinero agredido en cuestión, como ejemplo) es producto de:
a) Infiltrados de la propia policía que actúan como agentes provocadores
b) Elementos del lumpen
c) Gente de la propia izquierda que expresa así su propia frustración y rabia
d) Todas las opciones son verdaderas
Naturalmente me inclino por la respuesta d) Todas las opciones.
Infiltrados de los servicios policiales o agentes provocadores es una vieja táctica usada por casi todas las policías del mundo o por sectores políticos cercanos a la autoridad que pueden ver una ganancia en ella, desde justificar la represión que entonces se emplearía hasta desacreditar al movimiento de protesta en general, desviando la atención de la ciudadanía desde el tema mismo (en esta caso HidroAysén) hacia la violencia empleada (en este caso contra el carabinero víctima de la agresión) para lo cual se utiliza además un amplio despliegue mediático (no olvidar que derecha controla casi todos los medios de comunicación masivos). Chile habrá vuelto a la democracia, pero esos viejos hábitos policiales no son fáciles de erradicar, por lo que de cualquier modo su uso no se puede descartar.
El lumpen (del alemán lumpen-proletariat, sectores marginales usualmente de los estratos más pobres de la población, cuya principal característica es no estar adscrito a una forma regular de trabajo, y que para su subsistencia recurren al crimen, el microtráfico de drogas, la prostitución u otras formas semi-legales), ha adquirido un notable crecimiento y presencia en lo que otrora se identificaban como “poblaciones obreras” de las ciudades chilenas. La destrucción de la industria manufacturera por la apertura al libre comercio propiciada por la dictadura y continuada por los gobiernos de la Concertación, ha resultado en una notable reducción de la clase obrera. Peor aun, algunos sectores que una vez fueron parte de esa clase, por degradación causada por el desempleo han ido a engrosar las filas del lumpen, o los hijos de otrora orgullosos y combativos miembros de la clase trabajadora han caído en el consumo de la droga o han encontrado en su comercialización o en su servicio a los “capos” de la droga en cada población, una forma de sobrevivencia en una sociedad que exalta el consumo pero que deja pocas oportunidades de acceder a él por medios lícitos. Es un hecho que manifestaciones como la que una vez fue legítimamente conocida como el “Día del Joven Combatiente” en memoria de jóvenes asesinados por carabineros durante la dictadura, ahora ha sido en gran parte “secuestrada” por pandilleros y otros elementos del lumpen que hacen de esa jornada una ocasión para el vandalismo y el pillaje deviniendo una amenaza para los propios pobladores. Al parecer algo parecido viene ocurriendo en algunas manifestaciones y no sería extraño que ese elemento lumpen (que también ha llegado a dominar gran parte de las barras del fútbol) haya tenido protagonismo en las recientes acciones violentas.
¿Gente genuinamente de izquierda pero lamentablemente con su brújula perdida? Puede ser también. No olvidar el caso de la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP) que en pleno gobierno de Salvador Allende asesinó a Edmundo Pérez Zujovic. Es posible que entre algunos sectores principalmente algunos jóvenes, la frustración que produce la inoperancia de los actores políticos tradicionales provoque a su vez una actitud en que la violencia venga a ser como una catarsis, un desahogo emocional. Algo no diferente de la actitud que puede tener uno que cuando accidentalmente se golpea la cabeza contra la puerta abierta de un mueble las emprende a patadas contra el mueble… Posiblemente sea el mecanismo psicológico que lleva a algunos a destruir refugios en las paradas de los buses o bancos de los parques (actos destructivos que al final sólo resultan en perjuicio para el pueblo trabajador, los ricos no tienen que protegerse de la lluvia en las paradas porque ni siquiera viajan en bus, tampoco he visto nunca al dueño de un banco sentado en el banco—valga la redundancia— de un parque o plaza, para eso tienen sus propios clubes de campo privados). En última instancia, esa violencia desenfrenada puede llevar hasta a desatar su furia contra otros seres humanos. (Y alguien dirá pero eso es exactamente lo que hacen los pacos contra nosotros, pero hay una diferencia—y muy importante—nosotros en la izquierda intentamos hacer un mundo mejor, no lo vamos a hacer usando sus mismos métodos. En la izquierda no torturamos, así de simple).
¿Qué hacer en estos casos de violencia que puede provenir de “nuestra” gente? ¿Son estos genuinos compañeros que pueden cambiar su actitud? El tema es complejo porque complejas son también las circunstancias que llevan a esa actitud, las condiciones de frustración que muchos jóvenes—incluyendo por cierto a muchos en las filas de la izquierda—viven han sido causadas por el modelo neoliberal instaurado en el país, pero también han contribuido a ello los propios errores e inadecuadas conducciones de las organizaciones políticas y sociales de la izquierda. En principio, como educador que soy, la primera acción que se me ocurre es que hay que educar políticamente a estos jóvenes y a la gente en general. Algo que las organizaciones de izquierda ya no parecen hacer más o al menos no suficientemente. Pero también estoy claro que no es suficiente con ello, aunque no sería un mal comienzo. Una cosa sí es muy cierta, si bien en todo momento ha existido ese tipo de militante de la izquierda listo a actuar de modo irracional, su rol es potencialmente negativo: esa es la gente que el día de mañana, en la eventualidad de un triunfo de las fuerzas revolucionarias puede hacer terribles cosas por una causa que nunca llegaron a entender racionalmente, como torturar o matar a quienes fueron sus compañeros por el solo hecho de que se han “enchuecado”. El stalinismo se sirvió justamente de ese tipo de gente como bien narra Arthur Kostler en “El cero y el infinito”.
En los años 60 en muchos casos las manifestaciones tenían sus propios autodesignados “guardianes” en la forma de las brigadas de los respectivos partidos. Las Brigadas Ramona Parra de las Juventudes Comunistas no sólo pintaban murales sino también en sus filas se agrupaban los grupos de choque de esa organización que en las manifestaciones masivas intentaban (con cierto éxito hay que decir) evitar que la fogosidad se desbocara: “no hay que provocar compañeros…” era la consigna, convenientemente apoyada por fornidos “chicos malos” como se los llamaba al interior de esa organización juvenil que en caso que algunos se desbordaran en su accionar les “hacían ver” que mejor que se desistieran, la protesta podía tener un cierto grado de violencia retórica o práctica pero no debería pasar más allá de ciertos límites que esa organización fijaba. No es que eche de menos el accionar de los muchachos de las