Lo bondadoso, la fidelidad, el cariño o lo altruista no existe en la patria. ¡Clemencia! El borrador de la historia de Chile se fue a las pailas. Tolerancia cero.Abonanzar las nieblas de una sociedad perdida, pues no es simple. El auge es peligro. La tormenta no aquieta un país, al contrario, lo achata. Antes, mucho antes, las calles de Santiago eran sencillas, sus parroquianos algo bonachones: hoy hay disgustos, penas y recuerdos.
En las calles se ve el albañil, el labrador, el capataz, el grosero, la mujer que vende sopaipillas a 100 pesos la unidad, los enfermos, los sin platas para un bono de 2500 lucas. Han pasado los años. Los monumentos siguen jóvenes: las casas se van cayendo, los edificios faltan de reparaciones, en las ventanas un aviso: SE VENDE. Llevo pocos minutos en Chile. Los suburbios crecen y otros desaparecen. Unos sectores se apiñan otros se alargan. Todo es el albur de los pobres. Para los nuevos ricos la plata les flota en sus albuferas construídas al centro de un patio lleno de palmeras y plantas clasificadas para ricos. Hay lujos hasta para buscar “nanas”. “Guatón, la nana la quiero rubia, no importa si es teñida, quiero que mis peladitos se acostumbren a ver rubios nomás”. Esa es la posada de un país que crece en cemento pero de sesera se achica. Hablo con el chofer del taxi. Me dice que es contador pero le gusta trabajar como taxista. Noto sus complejos; noto sus deseos de ser contador y no chofer. El hombre es como la albúmina de un huevo. Para los mortales es el hoyo del queque. Vamos por el sector Pudahuel: se nota que tiene entusiasmo: lleno de almacenes o botillerías. No hay revoluciones ni aturdimientos: ¡Alegría!, hoy tenemos sol, copete, empanadas y perros muertos de hambre. Unos se comen las empanadas que chorrean de jugo las manos del comensal, otros, los perros, esperan al menos el cachito…, no, no…, quiltro maldito, no te voy a dar el cachito de la empanada… lengüetea la mano… eso es lo que te puedo dar… el jugo que baja por mi mano…¡Enhorabuena!, el perro se negó perder su dignidad y le dio la espalda al hombre de la empanada. Las calles se ven tranquilas. Un hombre vende calugas a la sombra de un semáforo. El chofer dice conocerlo. Antes fue un carcelero de una prisión santiaguina. “No se alarme”, me dice. “ lo conozco porque el vendedor es mi vecino”. No soy un agogero, le digo. El taxista no entiende. Sorry, le digo, no me alarma lo del vendedor de caluga. Se avanza hacía la Alameda. Me llegan ganas de bajar un poco del taxi. Mis piernas se me han dormido. Llevo 24 horas viajando. “Parece alcachofa” me dice. Sonrío. Las hortalizas, en su mayor parte, no son frescas… En el taxi me sueño una pesebra. En Santiago no existen. Botarse con ropa y todo es una rebeldía de cabro chico. Si lograra hacerlo, pues, estoy seguro que me alambran hasta la llama de mi encendedor. No logro lisonjar al chofer que es un nacionalista enfermo. Me dice que tengo una voz de mármol. Seguramente mi “Ya” es muy alemán. Vamos entrando a la Alameda. La calle es inmensa. Parece aeródromo. Unos caracoles “transantiago”, ocupan la pista. Son cafeteras grandes… Son el adverbio de un condoro. Los pasajeros parecen ser ilegítimos, el chofer, un viejo campanillero de una casa de cita. “Estos huevones, jefe, son de otro mundo”, me dice el taxista. No digo nada. El fraude sigue latente…
Continua