Los recientes acontecimientos en Medio Oriente y el norte de África han dado la impresión de que en aquella región y en el mundo árabe ha emergido una real búsqueda y lucha por la instauración de formas democráticas de gobierno, poca atención se ha dado al hecho que en cada uno de esos países las motivaciones pueden ser muy diferentes, y en algunos, el bullado clamor democrático sólo un pretexto para otros propósitos.
Sin duda el término democracia es uno de los más manoseados por todo el mundo, una de esas palabras que, se sabe, va de inmediato a tener una connotación positiva. ¿Cómo alguien va a estar contra la democracia? Bueno, la verdad es que los ha habido, desde corajudos intelectuales como Sócrates hasta forajidos como los fascistas que la descartaban como un sistema débil y corrupto y que por añadidura abría las puertas a los elementos que según ellos intentaban socavar los cimientos mismos de la nacionalidad.
Sobre qué es exactamente la democracia se han roto la cabeza variados teóricos de la ciencia política, al final tendiéndose a la simple y llana definición de Abraham Lincoln: “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Esto es un sistema de gobierno cuya legitimidad emanaría de que se origina en el pueblo mismo, se articula por la acción del pueblo, su movilización por ejemplo, y que en última instancia se ejerce en beneficio del pueblo, y no de un gobernante y su familia o de algún otro grupo social como era el sistema autocrático europeo hasta el siglo 18.
Como se puede apreciar sin embargo, la definición de Lincoln es lo suficientemente general y vaga como para validar o invalidar a prácticamente todos los sistemas políticos que se hacen llamar democráticos.
En efecto, el primer requisito de la definición, “del pueblo”, si por esto se entiende un sentido de pertenencia, rara vez se cumple, pues desde hace ya tiempo los gobiernos se perciben como entidades ajenas, impuestas sobre la ciudadanía que de ningún modo sienten que el sistema político supuestamente democrático les pertenece. “La gente no necesita saber” le decía el cínico alto funcionario al ministro en la exitosa serie de la
La indiferencia de gran parte del pueblo ante las poco atractivas alternativas que se ofrecen, ha hecho en tiempos recientes que el segundo requisito de la definición, “por el pueblo” no se cumpla en muchos otros casos. Sin ir más lejos, en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2004, cuando George W. Bush fue reelegido, menos del 50% de los votantes se molestaron en ejercer su derecho. Y uno de los grandes temas en Chile es el de la apatía de los jóvenes que no se molestan en inscribirse (la inscripción automática resolverá el problema en cuanto a no hacer necesario el acto de ir a registrarse como votante, pero eso no necesariamente resultará en que los inscritos automáticamente vayan a concurrir a votar).
Al final, por lo menos en países como Estados Unidos, se sabe que la decisión de que el presidente o los congresistas sean tales o cuales no depende de quienes resulten votados sino más bien de los grandes intereses económicos que se mueven tras bambalinas, controlando desde el proceso de nominación de los candidatos hasta su consagración en las urnas, gracias al fuerte manejo mediático detrás de los candidatos.
Lo que me lleva a la objeción del tercer requisito de la definición de Lincoln, “para el pueblo” (sí, y los bebés los trae la cigüeña y Santa Claus reparte los regalos navideños…). La verdad es que el sistema de gobierno está muy lejos de ser “para el pueblo” y más bien hay que decir que es abiertamente para las grandes corporaciones. El operativo de rescate durante la crisis financiera en Estados Unidos lo dejó muy claro: se dispuso de miles de millones de dólares para rescatar a bancos y otras empresas, pero no se destinó ni un dólar a ayudar a los deudores hipotecarios que, incapacitados de pagar sus deudas, cesaron pagos y vieron sus casas reposesionadas por las entidades bancarias.
Un pequeño episodio de hace unos años en Chile sirve para ilustrar cómo los gobiernos sirven a las grandes corporaciones: algunas personas habían denunciado haber sido intoxicadas luego de comer hamburguesas en uno de los McDonald’s. El caso provocó cierta alarma y naturalmente alguna publicidad adversa para la gran compañía norteamericana, la más grande cadena de restaurantes de comida chatarra en el planeta. No recuerdo bien si fue un ministro o algún otro alto funcionario del gobierno (entonces de la Concertación además) que para disipar cualquiera mala imagen que las denuncias le estaban dando a la empresa, no tuvo mejor idea que ir personalmente y comerse un “big mac” con abundante cobertura periodística para que no cupiera duda de donde estaba la lealtad del gobierno, ciertamente no con los consumidores. El episodio es además decidor por la compañía en cuestión, como residente en América del Norte siempre me sorprende que en Chile y otros lugares de Latinoamericana se considere de cierto prestigio comer en un McDonald’s en circunstancias que aquí esos restaurantes son sinónimo de comida barata, de mala calidad (la carne hace algo así como un 5% de todos los componentes de una típica hamburguesa) y que sólo son frecuentados por gente muy ignorante para saber qué es bueno, muy pobre para pagar más o algún turista despistado que quiere fotografiarse comiendo algo típico de Norteamérica. Que en nuestros países la gente crea que comerse una hamburguesa en un McDonald’s es algo chic o sofisticado no es sino una patética y ridícula expresión de colonialismo cultural.
En el contexto norteamericano, la estrecha relación entre el mundo de los negocios y el poder político fue ilustrada muy bien en el documental The Cola Conquest de Irene Angelico, un film sobre la Coca Cola pero que entregó interesante información, entre otras cosas, sobre los vínculos de esas grandes empresas y la política. Un hecho muy patente, cuando Dwight Eisenhower, celebrado comandante de las fuerzas estadounidenses en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, es escogido por grandes empresas entre ellas Coca Cola, como el hombre que debe ser el nuevo presidente en 1952, la película incluso menciona que los hombres de negocio no estaban seguros si lo presentarían como postulante del Partido Demócrata o del Republicano, lo que dice montones de la poquísima diferencia entre ambos. Al final fue elegido como abanderado republicano. Si la Coca Cola, según ese mismo documental, se llevó el gran premio con Eisenhower (la “pausa que refresca” se expandió enormemente en todo el mundo después de la guerra) su archirival Pepsi tendría también su propio presidente cuando quien había sido su abogado jefe, Richard Nixon, fue elegido presidente en 1968. Nixon devolvió el favor cuando negoció con la Unión Soviética un acuerdo de détente que entre otras cosas abrió el gigantesco mercado de la URSS a la Pepsi, que hasta el colapso del régimen soviético en 1991 fue la única cola en el otrora país de Lenin.
Claramente entonces la definición que nos entrega Lincoln no nos sirve de mucho, o más bien dicho, no permite hacer una efectiva diferencia entre regímenes democráticos y los que no lo son.
“La democracia es el peor sistema político, excepto por todos los otros que han existido” habría dicho Winston Churchill dando así un aparente tono irónico y a la vez defensivo de lo que sería la democracia. Por cierto la democracia no fue inventada por los ingleses ni los norteamericanos (aunque algunos de estos últimos sean capaces de creer eso). Fueron los griegos de Atenas los que primero la practicaron y su nombre justamente viene de ahí: demos, pueblo, kratos, gobierno. Un distinguido pensador ateniense sin embargo nunca tuvo mayor aprecio por ella: Sócrates pensaba que en efecto, el sistema democrático posibilitaba que se adoptaran políticas contrarias a la justicia y el bien, simplemente porque la mayoría había sido llevada a ello por algunos hábiles oradores capaces de persuadir a su audiencia. (El filósofo había defendido – infructuosamente – a unos jefes militares que años antes habían sido injustamente ejecutados por no haber rescatado a sus marineros que habían caído al mar luego de una batalla y en medio de una tormenta. La “justicia de patota” de una mayoría, una suerte de linchamiento, se había impuesto entonces. Al final Sócrates mismo sería víctima de esa justicia patotera, en que una cierta afirmación, repetida insistentemente y por la mayoría de un grupo o una sociedad, termina por ser creída o aceptada como verdad).
Algo de eso sucede estos días con la situación en el mundo árabe, es especial en Libia. Cuando los movimientos de protesta echaron por los suelos a los gobiernos de Egipto y Túnez, y la ola se expandía hacia Yemen, Bahrein, Argelia, Marruecos y Libia, fue la atención sobre esta última la que más atrajo a los medios y la llamada comunidad internacional. Uno ya no oye hablar mucho de protestas en países con regímenes autocráticos de estilo medieval como Arabia Saudita (donde todavía se decapita a los culpables de adulterio y donde las mujeres no pueden ni siquiera conducir un automóvil) o ese otro reino todavía anclado en el siglo 14, Marruecos, practicante además de una política de expansionismo que lo ha llevado a ocupar ilegalmente la ex colonia española de Sahara Occidental desde 1975. La mal llamada comunidad internacional ha ignorado todos estos años el legítimo clamor del pueblo saharahuí en cambio en estos días está pronta a dar su bendición a un ataque de la OTAN a Libia.
Para mala suerte del régimen libio, muy pocos de sus antiguos amigos han levantado la voz para denunciar una probable invasión al país que de paso cumpliría dos interesantes objetivos estratégicos para Estados Unidos y Occidente: pasar a controlar al octavo mayor país exportador de petróleo y deshacerse de Muammar Gaddhafi, un personaje que algunos hoy día consideran que ha pasado su tiempo de vencimiento, pero que en verdad, con todas sus aparentes excentricidades y a veces iniciativas demasiado unilaterales, le propinó más de algún dolor de cabeza a Washington y sus aliados.
Curiosamente, en ciertos círculos de la Izquierda también han surgido voces contra el líder libio, algunos acusándolo de “haber transado” con occidente en los últimos años, cosa que hasta cierto punto puede ser cierto, pero después de la caída de la Unión Soviética y la conversión de China al capitalismo más salvaje ¿qué régimen izquierdista no ha tenido que hacer al menos ciertas concesiones? Si hasta el “heroico Vietnam” se ha convertido hoy en día en una fuente de abundante y disciplinada mano de obra para las grandes transnacionales (mire la etiqueta de donde se ha hecho la camisa de marca que usted viste o la pelota de fútbol con que juega su hijo, no sería raro que provengan de esa misma tierra que Estados Unidos bombardeaba implacablemente en los años 60).
Gaddhafi además se ha hecho incómodo para la Izquierda mundial (excepto para algunos bien conocidos y dignos líderes izquierdistas latinoamericanos) porque siempre arrastró consigo ese descalificador moquete de “loco”. De paso, un calificativo que en más de una ocasión se la lanzado en relación a Hugo Chávez, razón por la cual no pocos dirigentes de la Izquierda, en especial la europea que siempre cree que es la más civilizada, pero incluso unos cuantos en América Latina misma, tratan de tomar distancia con el presidente venezolano. Si hasta recuerdo a un ex embajador chileno – supuestamente de tendencia socialista – que al momento del golpe contra Chávez se había sentido aliviado por lo ocurrido.
El líder libio ciertamente rompe esquemas de lo que se espera de un dirigente de un país (eso de vivir en una carpa por ejemplo, una tradición de su ancestro nómade) incluso por parte de gran parte del establishment izquierdista mundial. Se trataría de un hombre imprevisible, algo que en general tanto los políticos tradicionales como los analistas de la ciencia política (los que se han creído eso de que lo suyo es en verdad una “ciencia”) tratan de evitar.
Por todo ello, y por supuesto con un oportuno recurso a la manida democracia, de pronto desde conservadores a socialdemócratas y hasta algunos socialistas, se obtiene esa complaciente unanimidad: Gaddhafi debe irse, las fuerzas rebeldes que están contra él representan la democracia. Eso aunque curiosamente todas las pocas mujeres que aparecen en los canales occidentales apoyando el levantamiento lucen el abominable velo que les imponen los líderes religiosos fundamentalistas a las mujeres musulmanas, y más sintomático aun, la bandera que enarbolan los rebeldes es la bandera monárquica existente justamente antes del levantamiento militar que encabezó Gaddhafi en 1969.
Por cierto no tengo problema en admitir que probablemente con la vaga definición de democracia que tenemos, Libia bajo Gaddhafi tampoco caiga dentro de sus parámetros, Pero como ya señalaba, dada la vaguedad del término tampoco lo son Afganistán o Irak, países invadidos por Estados Unidos o la OTAN supuestamente para que ingresaran a ese selecto pero indefinible grupo de estados democráticos, por cierto tampoco lo sería Chile (donde para sólo aportar un simple y reciente hecho, el comandante en jefe del ejército se permite enmendarle la plana al propio presidente cuando éste ha dicho que no indultará a militares culpables de violaciones a derechos humanos), ni siquiera Estados Unidos en estricto sentido podría ser llamado “democrático” cuando mantiene por años a prisioneros sin juicio, muchas veces sometidos a tortura (contrariando uno de los cuatro derechos inalienables que enumerara John Locke y que inspiraran la independencia de Estados Unidos en 1776: el derecho a la libertad; los otros tres derechos eran derecho a la vida, a la propiedad, y a rebelarse contra autoridades o leyes injustas; todos estos formarían la base de los principios del liberalismo político, fundamento ideológico de las demandas de la nueva clase emergente en esos tiempos, la burguesía, en su lucha contra el viejo orden feudal y monárquico).
Parafraseando otra expresión uno podría decir “oh democracia, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”. Al menos podríamos tratar de entender qué diablos es lo que se llama democracia, antes de sumarnos a apoyar cualquier conglomerado de gente que salen con pancartas y a veces con armas, en defensa de esa etérea e inasible idea que con tanta displicencia llamamos democracia y muchos se apresuran a adorar sin saber en verdad “con qué chichita nos estamos curando”, como dice una vieja expresión muy criolla.