Las revoluciones, como las personas que las hacen, aprenden, se organizan, se desarrollan y se construyen. La cubana comenzó como un levantamiento democrático contra la tiranía Batista en el que participaron muchos que después se fueron a Miami; la boliviana comenzó como una protesta popular y antimperialista por el agua, en Cochabamba, y contra un gobierno corrupto y represivo que quería regalar el gas y sólo en su desarrollo posterior llevó a la generalización del doble poder y a la convocatoria de una Asamblea Constituyente.
La revolución árabe, que forma parte del proceso de descolonización que comenzó después de la Segunda Guerra mundial y se aceleró con la independencia india y la revolución china, tuvo en los años 50 su momento más alto con el triunfante movimiento de independencia en Argelia y, a finales de los 60, con la victoria de la revolución en Yemen del Sur y su partido socialista revolucionario en el poder, que fue mucho más avanzado que todo el resto del movimiento nacionalista árabe, aunque después se burocratizó y degeneró, entre otras cosas debido a la acción de la Unión Soviética.
Muchos olvidan eso. Entre ellos Fidel Castro, quien ve en Gamal Abdel Nasser el elemento más avanzado, un militar nacionalista que llegó al poder ahorcando huelguistas comunistas, cuando éste, como Perón, sólo llenó un vacío y se apoyó en un movimiento de masas potente, pero sin cabeza propia para hacer una política burguesa nacional enfrentando al imperialismo y los agentes de éste, pero sin poner en cuestión ni al sistema capitalista en Egipto ni los equilibrios en la región, como lo demostró en los enfrentamientos claudicantes con Israel. Tampoco la Unión Soviética ayudó a Egipto en la guerra del Canal de Suez en 1956, sino que paró, con su amenaza nuclear, la aventura de Israel apoyada por Francia e Inglaterra (y no los yanquis) a cambio de que la dejaran aplastar, en Europa oriental, al partido comunista húngaro, independizado de su control, y a los consejos obreros (que asustaban a Estados Unidos).
En Túnez, con las huelgas obreras, sostenidas por la Unión General de Trabajadores Tunecinos (UGTT) y con la militancia del Partido Comunista Obrero y de grupos marxistas revolucionarios, comenzó más organizada y llevó a la constitución de rudimentos de consejos distritales y barriales y de grupos de autodefensa y contra los saqueos. Aunque no barrió a todos los secuaces de Ben Ali, al menos desmanteló ese clan delincuencial que ejercía el poder sobre los trabajadores y sobre el resto de la muy débil burguesía y se apoyaba en el imperialismo francés y estadunidense, así como en los servicios secretos de París y de Roma.
En Egipto las clases son sólidas y tienen tradiciones, pero no hay una oposición de izquierda organizada y activa, mientras una parte de la burguesía comercial tradicional, liberal y proimperialista, seguidora del Wafd, se opone a la vez al islamismo fundamentalista de la Hermandad Musulmana, apoyado por Arabia Saudita, que apoya a Mubarak y, por tanto, impulsa a sus partidarios a la moderación, pero sin organizar ninguna resistencia.
La decisión de la Justicia de congelar los bienes del grupo Mubarak y la prohibición de salir del país a ex ministros y altos funcionarios muestra una crisis en las clases gobernantes, pero no desmantela el grupo dictatorial, que está dividida en cuanto a cómo resistir a la revolución (el vicepresidente Omar Suleiman, ex jefe de los servicios secretos, negociador con Israel y hombre ligado a Washington se opone a una represión masiva y todo el gabinete negocia la propuesta estadunidense de formar un gabinete con los opositores moderados). Es verdad que el imperialismo está maniobrando y moviendo sus fuerzas para conseguir un cambio para que nada cambie. Es verdad que a eso se une en Egipto (mucho más que en Túnez o en Yemen) una lucha interburguesa. Pero aunque lo que sucede en el vértice gubernamental es importante, pues de ello dependerá la salida inmediata y a mediano plazo de este empate entre la calle y el poder, lo realmente decisivo es qué pasa en y con el bloque social de trabajadores, jóvenes desocupados o precarios, clases medias pobres e ilustradas, soldados, suboficiales y jóvenes oficiales nacionalistas antisraelíes y antimperialistas que se enfrentan a los miembros de la policía secreta, a los delincuentes reclutados por Mubarak, a los funcionarios nombrados por éste sobre base clientelar durante 30 años, a los altos oficiales elegidos por su fidelidad a pesar de su incapacidad militar demostrada en el campo de batalla y de su corrupción.
Los trabajadores, buena parte de las clases medias y de la burguesía están decididos a expulsar no a Mubarak, sino a su régimen y a convocar una Asamblea Constituyente, no a elecciones tardías y amañadas. Y recurren a la movilización masiva para pesar sobre el ejército y atemorizar a la policía, aun a costa de innumerables muertos y heridos. De esa decisión depende el futuro de la revolución y el plazo concreto (¿semanas, meses?) en que vendrá la segunda ola si de la primera no sale más que un gobierno fantoche, sin base alguna, incapaz de dar solución ni de castigar a los autores de las matanzas.
Francia acaba de perder su pieza en Túnez y eso repercutirá entre los árabes presentes en Francia misma. Estados Unidos e Israel perdieron con Mubarak la pieza clave para ahogar a los palestinos y mantener el plan estadunidense-israelí en Medio Oriente y los monarcas árabes perdieron su socio laico
proimperialista. Israel está, por consiguiente, más débil, Irán y el libanés Hezbollah más fuertes, Abbas y su corte de siervos más débiles, el pueblo palestino más fuerte. Ningún reemplazante de Mubarak en Egipto podrá restituir los equilibrios anteriores porque hay un nuevo elemento: el comienzo del comienzo de una revolución democrática, nacional y nacionalista, por tanto, antimperialista y antisraelí, o sea, desestabilizadora del capitalismo a escala mundial. En Egipto se juega nuestro futuro.